No me quiero matar, no quiero morir, esas ideas son las que pasan por mi cabeza a diario.
Cuando he pensado, he tenido ideación suicida e incluso cuando he llevado a cabo un intento de suicidio, siempre he pensado que no me quería matar.
Tan sólo dejar de sufrir.
No voy a entrar en explicaros mi caso particular, en explicar detalles, motivos o pensamientos.
Eso es algo que me guardo para mí, ya que quizás no esté preparada para exponerlo.
Pero lo que sí os puedo asegurar es que por mi cabeza no pasa el pensamiento de «Me quiero matar», no, ni mucho menos.
En mi cabeza y durante días, una idea, una obsesión anula el resto de pensamientos,
Quiero dejar de sufrir
Ya no recuerdo cuando empezó mi depresión, esta depresión, en la que me encuentro ahora.
No sé si fue si fue en enero del pasado año, en junio; tan sólo sé que durante meses y meses llegué a sentir tal agobio, tal sentimiento de culpabilidad, de no ver una salida, de ser una carga para los demás, de sentirme absolutamente sola, que cuando llegó octubre, empecé a pensar en el suicidio como solución a mis problemas.
No me quiero matar.
Repito, mi pensamiento era
No me quiero matar
Pero necesitaba urgentemente, cambiar mi situación, dejar de sufrir, porque era tanto el daño que me hacía, que dejé de encontrarle el sentido a la vida, dejé de pensar en el «¿para qué?» de mi vida.
Cada día, cada mañana se convertía en una tortura, me encontraba que tenía otro interminable día por delante, en el que no conseguiría más que agravar mis problemas, hundirme un poco más, si es que era posible.
Dicen que cuando alguien pierde la vida por suicidio, la familia, el entorno, se martiriza pensando cómo no vio las señales, cómo no se dio cuenta.
Eso me pasó a mí, no a mi familia.
Los días después a mi intento de suicidio, fueron terribles para mí, además del gran sentimiento de culpa, de ser una carga, una inútil, de no servir para nada.
Me martirizaba pensando, ¿Cómo no se dieron cuenta? de lo demacrada que estaba, de la enorme tristeza que reflejaba mi rostro, de que llevaba días sin comer, sin dormir.
Nadie lo vio.
Y entonces me sentí más sola todavía.
Me costó aceptar, que si yo no lo contaba, nadie lo podría saber.
Porque si en algo somo expertos los pacientes de depresión, es en disimular, en reírnos cuando toca, en sonreír a todas horas.
Yo no lo había contado y evidentemente, nadie se dio cuenta.
Pasaban los días, los meses.
Pasaron los días, las semanas, tras octubre, llegó noviembre, y mi angustia, mi desesperación se disparaba, ya planeaba cómo hacerlo, fantaseaba cómo llevarlo a cabo y muchas noches me dormía imaginando que ya no iba a despertar.
No pensaba en los demás, claro que no; los demás lo superarían con el tiempo, pero yo, yo lograría mi objetivo, dejar de sufrir.
Pensaréis que fui egoísta, mala madre, mala hija, mala amiga, pero yo sufría tanto, mi dolor era tan intenso, que no podía respirar, que no podía comer ni dormir.
Era tanto mi sufrimiento, que me pasaba los días llorando, las noches llorando, buscando una salida y, no veía otra, para acabar con tanto dolor, con tanto sufrimiento.
No puede más
Y llegó diciembre.
Vivir era demasiado doloroso, demasiado duro, demasiado cruel.
Aunque no os lo creáis, había días en los que yo gritaba de rabia, de dolor, de desesperación, no salía de casa, sólo quería dormir y que el tiempo pasara lo más rápido posible.
Dicen que los 90 minutos previos al intento de suicidio, son cruciales para hacer cambiar de opinión a la persona.
Yo estaba sola.
Y no recuerdo haberlo pasado tan mal en mi vida.
Lloraba, gritaba que no podía más, que por favor parara.
Os parecerá increíble, pero gritaba que no me quería morir, que no me quería matar.
Pero no podía más, no soportaba más sufrimiento, más peso en mi mente, en mi corazón y lo decidí, había llegado el momento.
Todo acabaría de una vez.
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